martes, 26 de julio de 2011

PRIMER CAPITULO =)

 

ABEL Y GALOIS


LOS DOS MATEMÁTICOS MÁS JÓVENES DE LA HISTORIA


Este ensayo está dedicado a dos matemáticos ilustres entre los más ilustres, geniales entre los más geniales, conocidos, naturalmente, de todos los que se dedican a la Matemática; pero desconocidos, en general, de los no matemática, por la sencilla razón de que las creaciones, que tal es el nombre adecuado a sus partos sublimes, caen en el campo del Análisis, disciplina al margen de los estudios básicos de la cultura media.

Las vidas de estos dos matemáticos son vidas poco extensas y muy intensas, que vale la pena divulgar; vidas ligeramente asincrónicas, pero de tal paralelismo que están pidiendo la pluma de un nuevo Plutarco que sepa, además, calar hondo en los recovecos psicológicos de la personalidad humana. Son dos vidas pequeñitas: de veinte años la una, de veintiséis la otra; pero la una produce una teoría de grupos que invade hoy todas las ramas de la Matemática y empieza a invadir la Física; la otra produce un teorema que "abre un nuevo" capítulo en la historia del Álgebra, y las dos están llenas de episodios que, como los de la, vida de Nuestro Señor Don Quijote, unas veces nos hacen reír y otras veces nos hacen llorar. Aludo a Galois y a Abel, muertos ambos en plena juventud. Los segmentos que gráficamente, representan sus vidas tienen un trozo superpuesto que dura dieciocho años: desde 1811, fecha del nacimiento de Galois, hasta 1829, fecha de la muerte de Abel, trozo que constituye, al propio tiempo, uno de los períodos más densos de la historia de Europa: período de revoluciones políticas, de luchas filosóficas, de mejoramientos económicos, de adelantos científicos y de ansias de libertad en la plena eclosión romántica del primer tercio del siglo XIX.

En ente ambiente nació, vivió y murió Galois y este ambiente respiró también Abel durante sus viajes por el centro de Europa, cuando hasta los fríos fiordos de su Noruega natal aún no habían llegado las chispas encendidas del romanticismo: esa brillante rosa pomposa cultivada en los jardines amables de Francia patria de Galois- como reacción contra el falso idealismo de la época inmediatamente anterior.

Niels-Henrik Abel nació en el presbiterio de Findö, diócesis de Cristiansad, el 5 de agosto de 1802, y era hijo de Soren-Georg Abel y de Ana María Simonsen. Al año de nacer Niels-Henrik su padre fue nombrado pastor de Gjerrestad, donde el pequeño aprendió las primeras letras y donde permaneció hasta 1815, fecha de su ingreso en la escuela catedralicia de Cristianía.

Cuando Abel tenía nueve años nace Evaristo Galois en Bourg-la-Reine el 25 de octubre de 1811.

El padre de Abel era un hombre austero y hogareño, alejado de toda preocupación mundana, mientras que el de Galois era un fino espíritu dieciochesco que lo mismo componía cuplés galantes que representaba me ' días de salón. Ambos tienen, sin embargo, un punto común: su actuación en la cosa pública: el padre de Abel como miembro del Storthing y el de Galois en el tumultuoso período de los Cien Días.

La infancia de Abel se desarrolla en años de pleno dramatismo en Noruega y la de Galois conoce el Terror blanco. Noruega era entonces una lejana posesión de la corona de Dinamarca, en donde estaban la Universidad y el Gobierno; las guerras con Inglaterra y con Suecia habían asolado el país, y cuando podía dedicarse a reconstruir su vida interior y cultivar una ciencia autónoma a la sombra de la Universidad de Cristianía, fundada en 1811, Noruega fue tratada como una mercancía y, separada de Dinamarca, quedó unida a Suecia, como país vasallo, el año en que Abel entró en la escuela catedralicia de la capital al que siguieron dos de ruina y de miseria: el año de 1815, en que la atención de Galois era ya atraída, en una pequeña ciudad de la dulce Francia, por los comentarios que labios paternales ponían a la firma de la Santa Alianza, a las actividades de los jesuitas, cuya orden había sido restablecida el año anterior, y a las noticias espantables que llevaban los correos de París.

Dos años después, la lejana Noruega, envuelta en hielos y en nieblas, quiso convertirse en país independiente dándose una Constitución y eligiendo como soberano a un príncipe dinamarqués que, débil de carácter para dirigir un movimiento nacional, renunció a la corona, y Noruega tuvo que cargar con una parte de la deuda pública de Dinamarca

En esta atmósfera, nada propicia para el cultivo de la Ciencia, vivió Abel su primera vida de estudiante. Era un muchachito pálido, de frente ancha, cabellos alborotarlos y profundos ojos inteligentes que tenían siempre una mirada vaga y lejana: mirada de ensueño que quiere diluirse en la tristeza infinita de un ideal inasequible.

En 1818 conoce al profesor Bernt Holmboë, su primer maestro, su mejor amigo y editor después de sus obras póstumas, el cual, viendo que Abel estaba dotado de excepcionales cualidades para la investigación matemática, le dio algunas lecciones particulares y lo preparó para el ingreso en la Universidad. Ya había pasado el periodo de clasificación y sistematización de los conocimientos matemáticos iniciado por Euler, cuyas obras dio Holmboë a leer a Abel, y ambas, maestro y discípulo, comentaron el Tratado de Cálculo Diferencial o Integral de Lacroix, la Geometría de Legendre y las Disquisitiones arithmeticae de Gauss, obra de difícil lectura a causa de su estilo sintético que ha hecho decir con razón que es un libro cerrado con siete sellos, como el del Apocalipsis. La obra de quien ha pasado a la historia de la Ciencia con el justo calificativo de princeps mathematicorum , impresionó profundamente a Abel, que sintió tanta admiración por el matemático como aversión por el hombre. "Gauss, decía, hace lo que el zorro: borra con la cola la huella de sus pasos", aludiendo a la forma de los trabajos del matemático alemán, que suprimía deliberadamente muchas de las proposiciones intermedias utilizadas para llegar a sus conclusiones, punto de vista completamente opuesto al de otro gran matemático: Lagrange, que decía que un matemático no ha comprendido su propia obra hasta que no la ha hecho suficientemente clara para podérsela explicar a la primera persona que vea al salir a la calle.

Con el bagaje científico a que se acaba de aludir, el joven Abel se preparaba para
su ingreso en la Universidad cuando murió su padre, el año 1820, dejando a su numerosa familia: esposa, seis hijos (Niels-Henrik era el segundo) y una hija, en la más angustiosa situación económica.

Era preciso un gran amor, una verdadera pasión por la Matemática, ciencia tan escasamente productiva, para perseverar en su estudio en aquellas condiciones, a las que se agregaba la pobreza de la Universidad de Cristianía, cuyas cátedras -único puesto a que podía aspirar un matemático puro- estaban mal retribuidas; pero Abel, que llevaba encendida en la frente la antorcha de la inquietud espiritual y sentía en su alma un ansia incontenible de superación, no cejó en su empeño, y en medio de las mayores dificultades y de apuros económicos sin cuento, ingresó en la Universidad en julio de 1821, y dos años más tarde empezó a publicar sus primeros trabajos en francés, convencido de la importancia científica de este idioma y de la inutilidad del suyo materno para darse a conocer en el mundo matemático.

Este mismo año, 1823, Galois ganó media beca en el Colegio de Reims y poco después se trasladó a Parla para estudiar en el Liceo Louis-le-Grand, donde tuvo lugar el primer incidente de su azarosa vida. En su expediente escolar, iniciado al empezar la enseñanza secundaria, se lee esta nota: "Es dulce, lleno de candor y de buenas cualidades, pero hay algo raro en él."

En efecto, Galois era un raro. A pesar de sus doce años, discutía violentamente sobre política, interesándose por la situación de Francia. Sus frases, que salían como saetas de sus labios pueriles, tenían trémolos de emoción y palpitaba en ellas un ansia de libertad que hacía torcer el gesto al director del Liceo, terrible realista.

Cuando no hablaba de política, tema que lo volvía agresivo, Galois era un adolescente dulce y soñador. Pocos meses después de su entrada en el Liceo, dice su expediente: "Nada travieso; pero original y singular; razonador"; y en las notas de fin de curso se consignan estas frases: "Hay algo oculto en su carácter. Afecta ambición y originalidad. Odia perder el tiempo en redactar los deberes literarios.

Sólo es verdad, en parte, este juicio. Cierta la originalidad y la ambición; falsa su aversión por la literatura. Galois leía no sólo a los escritores de su tiempo, sino también a los clásicos, y discutía en las tertulias literarias de la época.

Vernier, profesor de Matemática del Liceo, fue quien descubrió al futuro genio. "La locura matemática domina a este alumno escribía en su informe de fin de curso, y sus padres debían dejarle estudiar Matemática. Aquí pierde el tiempo, y todo lo que hace es atormentar a sus profesores y atormentarse a sí mismo"

Tenía razón Vernier. A poco de estar en el Liceo, Galois inspiraba a sus profesores y condiscípulos una mezcla de temor y cólera. Suave y violento, dulce y agresivo a un mismo tiempo, aquel niño de doce años era la encarnación de una paradoja viva.

Por aquellos días, las enconadas luchas políticas de la calle tuvieron eco en el Liceo, y Galois capitaneó un grupo de revoltosos. Fácil es adivinar la consecuencia: el joven Evaristo fue expulsado del Liceo.

No por eso se enfrió la amistad de Vernier, quien 1e aconsejaba que trabajase ordenada y metódicamente. Imposible; Galois era la encarnación del desorden y del frenesí.

Abel, en tanto, guiado por Holmboë, estudiaba sistemáticamente, y el año en que Galois fue expulsado del Liceo, Abel obtuvo una beca para realizar un viaje a Copenhague a fin de ponerse en relación con los famosos profesores Degen y Schmidten. Se instaló en casa de un tío suyo: el capitán Tuxen, desde donde sostenía frecuente correspondencia científica con Holmboë. En una de sus cartas, y en medio de una exposición de teorías matemáticas, se encuentra esta frase: "Las mujeres de esta ciudad son espantosamente feas", y como si su bondad, que era una de sus cualidades características, se sintiera herida por tan espontáneo y cruel juicio acerca de la belleza de las dinamarquesas, agrega: "pero son graciosas"; y, sin dar más importancia al asunto, sigue escribiendo de Matemática con aquella su letra apretada y menudita que fue el terror de los tipógrafos.

El 29 de marzo de aquel año, 1824, Abel consigue una pensión de doscientos speciedaler anuales durante un bienio para estudiar en el extranjero, y al poco tiempo publicó una memoria, no incluida en sus obras completas, sobre las ecuaciones algebraicas en la que se demuestra la imposibilidad de resolver la ecuación general de quinto grado, siendo, por consiguiente, el primero que puso en claro esta importante parte de la teoría de ecuaciones y haciendo un descubrimiento que Legendre consideró como el más trascendental que hasta entonces se había hecho en el Análisis.

Abel editó esta memoria por su cuenta. Era pobre, muy pobre, tan pobre que fue la pobreza quien lo mató. La impresión de aquel trabajo, el primero suyo de envergadura, era cara, y Abel tuvo que suprimir algunas proposiciones a fin de que el original no ocupase más de medio pliego, que salió de las prensas de Gröndahl, según las noticias que nos ha transmitido Hansteen en el Illustreret Nyhedsblad de 1862, pero lo más triste es que, además de suprimir proposiciones matemáticas en el texto, Abel tuvo que suprimir alimentos en el estómago para pagar la impresión.

En aquella memoria minúscula, escrita con la máxima ilusión por un joven de veintidós años, está el germen de uno de los teoremas más importantes del Álgebra: el germen, porque había un error inicial que, corregido por el propio Abel, fue el origen del teorema que lo ha hecho inmortal, error fecundo como el cometido después por Kummer, que le guió al descubrimiento de sus números ideales.

El año en que Abel hizo su primera genial incursión en el campo del Análisis, cayó en manos de Galois la Geometría de Legendre. Tenía entonces trece años y leyó con avidez y de un tirón la obra, asimilando en pocos meses lo que costaba dos años a los buenos estudiantes. En Álgebra fue otra cosa: sólo disponía de un manual vulgar. Lo tiró descorazonado, y se dedicó por su cuenta a leer a Lagrange.

Y la revelación fue. Legendre y Lagrange precipitaron su vocación. Como el pintor florentino, Galois pudo también exclamar: "Anch'io sonno, matematico". Si José Enrique Rodó, que tan bellísimas páginas ha escrito en sus Motivos de Proteo sobre el Anch'io , hubiera conocido la vida de Galois, habría inmortalizado el momento en que éste, leyendo a Legendre, comprendió que "la vocación es la conciencia de una aptitud determinada".

Entonces, decidió prepararse para el ingreso en la Escuela Politécnica, labor que simultaneaba con otras actividades. Intervenía en las discusiones artísticas, dividida la opinión en dos bandos: los partidarios del viejo Ingres, que había expuesto El voto de Luis XIII , y los adictos al joven Delacroix con su Matanza de Scio , discusiones que en vano intentó cortar el Gobierno adquiriendo el cuadro del joven y concediendo la Legión de Honor al viejo; leía las odas lacrimógenas de Lamartine, que acababan de aparecer, y odiaba por igual a los bonapartistas, para quienes era sagrada la memoria de Napoleón, cuya carne se pudría ya en Santa Elena, y al conde de Artois, viejo testarudo y fanático, de poca inteligencia y mucha mala intención, que acababa de suceder a Luis XVIII, como si el matemático en cierne hubiera adivinado lo caro que iba a pagar Europa el delirio imperialista del corso audaz y la sangre francesa que haría verter Carlos X.

Abel, por su parte, había conseguido que le ampliaran a seiscientos speciedaler su pensión durante otros dos años y marchó a Berlín, adonde llegó a fines de 1825. Inmediatamente fue a visitar a Adam Crelle, a quien entregó un ejemplar de su memoria sobre la ecuación de quinto grado. Crelle lo recibió fríamente. Aquel joven pálido, de mediana estatura, débil complexión, ojos profundos y aspecto melancólico, predisponía a la simpatía, pero su descuidado atuendo personal puso en guardia a Crelle, que se apercibió a un inminente asalto a su bolsillo. Se equivocó; y, cuando en visitas sucesivas se convenció de los profundos conocimientos del joven noruego, le invitó a acudir a su casa todos los lunes para hablar de Matemática y oír música.

Entre un minué de: Mozart y un trozo de Rossini, cantado por una fraulein de ojos azules y trenzas rubias, entre un lied de Schubert, que a la, sazón triunfaba en Viena, y una cantata de Bach, en el salón de Crelle se discutían las cuestiones matemáticas del día y se comentaban los chismes de los matemáticos. Allí conoció Abel a Dirksen y a Steiner y allí supo que Jacobi, que ignoraba sus investigaciones, había demostrado que la solución de la ecuación de quinto grado reducida a la forma:

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